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El gusano está en los hiperliderazgos

«El gusano está en los hiperliderazgos”, así de claro lo dice el lúcido Tom Burns analizando los riesgos actuales para la democracia y resonando a su abuelo, el republicano liberal Gregorio Marañón, quien personificó como pocos la tercera España aplastada por la polarización de las otras dos.

Esta semana, León Panetta, jefe de gabinete de Clinton y director de la CIA con Obama, decía sobre la destitución de John Bolton por parte del presidente Trump, que «la presidencia es una posición aislada y es clave tener gente a tu alrededor que te diga cuándo creen que te equivocas; los presidentes necesitan apreciar esa información y no desquitarse con quienes les contradicen. Trump tiene un punto ciego en el sentido de que no quiere a nadie cerca que sea crítico y eso es un riesgo en el ejercicio del cargo».

Lo dramático es que todos nos damos cuenta del sentido común de lo que dice Panetta y, simultáneamente, de que el problema no se circunscribe a la Casa Blanca, sino que se ha convertido en una patología común en la mayoría de los ámbitos de poder.

Hiperliderazgo y megalomanía van de la mano y son transversales, lo vemos en Trump, Putin, Macron, Lopez Obrador y también en los cuatro principales políticos españoles, Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias, que nos abocan a una repetición electoral por la incompatibilidad de sus egos con la aceptación de posiciones diferentes y la rectificación.

Y no solo afecta a la política. Empresas y corporaciones son hoy escenarios donde campean émulos de Trump con un exceso de personalismo que conlleva riesgos incontables, como hemos podido comprobar en varios casos del IBEX 35. Si el cesarismo político genera hipo-partidos, el cesarismo empresarial genera hipo-empresas en las que sucumben los controles, la gobernanza salta por los aires y las consecuencias con costes millonarios las acaban pagando empleados, accionistas y, muchas veces, también los contribuyentes.

La analogía entre política y empresa alcanza también a lo que ahora llamamos «el relato», donde la emocionalidad sustituye a la racionalidad identificando al líder o directivo con la organización, fomentando personalismos supuestamente carismáticos, que aparentando respetar los principios formales e institucionales que dan la legitimidad al uso del poder, promueven un ejercicio de la autoridad basado en la intuición, la genialidad personal y el gesto que dificultan la crítica de los equipos y convierten en riesgoso el cuestionamiento de cualquier iniciativa del líder por descabellada, inmoral o ilegal que sea.

En este contexto en el que los hiperlíderes están encantados de serlo y de haberse conocido, florece la liturgia del poder que se ejerce sin reparos ni contrapesos y dónde cualquier atisbo de discusión o debate se interpreta como deslealtad y división que perjudica gravemente a la empresa o al partido.

Se configura así una cultura corporativa donde estos Bonapartes posmodernos no se sienten obligados a rendir cuentas pues entienden el cargo y el poder como el ejercicio de una designación para la que están predestinados por sus méritos y capacidades.Para entenderlo con una referencia histórica cercana, varias generaciones de españoles padecimos un régimen, cuyo líder el general Franco, decía de si mismo que era «providencial, irrepetible y único».

En un mundo volátil, incierto, complejo y ambiguo, dónde la explosión de los datos y el conocimiento hacen imposible que una sola persona, incluso siendo una réplica de Leonardo Da Vinci, sea capaz de abarcar todos los elementos de la complejidad, los riesgos de la dirección unipersonal sin equilibrios son inmensos y los daños que puede generar inconmensurables.

La arquitectura liberal lleva más de dos siglos dándonos las herramientas para minimizar estos riesgos: la división de poderes, la prensa libre, el parlamento y el imperio de la ley son los contrapesos necesarios a la tensión autoritaria y unipersonal, por eso es crucial defender estos principios básicos y luchar por su regeneración ahora, que están amenazados de nuevo por la pulsión populista y extremista de derecha e izquierda.

Y en las empresas, al refuerzo del cumplimiento normativo y la mejora de la gobernanza con consejos de administración que lo sean de verdad, habría que sumar la implementación de culturas corporativas donde el estándar sean ejecutivos capaces de entender que su verdad no es la verdad absoluta sino una parte complementaria del todo.

Termino como empecé, constatando que todos somos conscientes de que estas características son tan elementales como escasas en las cabinas de mando de muchas de las organizaciones que conocemos y de las que somos parte. Promover estos valores y fomentar que compañías y partidos sirvan a un propósito noble que vaya más allá del beneficio económico o el éxito electoral es la mejor manera de que el gusano del hiperliderazgo no pudra por dentro ni a nuestras empresas ni a nuestras instituciones.

Necesitamos directivos con coraje para reconocer su vulnerabilidad y aceptar las opiniones de otros, con la curiosidad y la humildad que ayudan al aprendizaje; también con el valor y la integridad de defender puntos de vista diferentes, aunque tengan que pagar un precio por ello.

 

Artículo publicado el 18 de septiembre de 2019 por El Independiente.

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